lunes, 18 de junio de 2018
martes, 12 de junio de 2018
PARCELA
Ayer
tuve que ir a Capital para hacer un trámite perturbador: el cambio de titularidad de la
parcela que compré hace años con mi ex esposa en el cementerio Jardín de Paz.
Después del divorcio no quiero que la bruja meta sus muertos en mi hoyo.
Como
Enero es mes de vacaciones, veraneo y todo eso, llamé al menos cuatro
veces para cerciorarme de que el legajo estuviese a mano. Odio esperar en
oficinas céntricas con aire acondicionado y música funcional. En cada llamado,
la pregunta era la misma: ¿Apellido? Vivo. ¿Vivot? No, Vivo, ve-i-ve-o. Aquello
parecía sobresaltar a la empleada de turno, ¡entre tantos muertos un vivo! Eso
desafinaba mal.
Encaré
el viaje en auto con la amenaza constante de los radares que multan excesos de
velocidad, los innumerables semáforos, las obras y vallas por todos lados y el
tráfico cargado y hostil. Waze había previsto cincuenta y cinco minutos,
llegaría a eso de las cuatro. Pero tardé noventa. Igual, cerraban a las seis.
Pleno día.
Conseguí
estacionar en un parking de dos pisos a una cuadra de mi destino. “Deje las
llaves puestas”, me ordenó el encargado. Había lugar de sobra… “¿Cuánto va a
quedarse?” preguntó mientras me entregaba el ticket. “Un rato, media hora a lo sumo.”
Al
entrar en el local me sorprendió ver tantas empleadas. No cabe duda de que el
negocio de los muertos es una fuente de trabajo importante. Todas vestían
uniforme azul pálido, como el cielo. Los parlantes disimulados en el techo emitían música clásica, Mozart tal vez, y había un tenue aroma a flores en el
aire.
Enseguida
se acercó una señorita alta, muy delgada, y me indicó una mesa con dos sillas,
una pila de carpetas, un teclado y una pantalla. Me senté y me presenté,
confiado. ¿A nombre de quién está la parcela? Le mostré el contrato. Cuando leyó
Vivo empalideció, una suerte de soponcio le transformó la cara, y un murmullo
de ultratumba se extendió por el salón. Le expliqué el motivo de la visita, y
recalqué el hecho de que había llamado varias veces para asegurarme que el
trámite fuera rápido y sencillo. No obtuve respuesta. Repetí la pregunta en un
tono más alto y nada. Golpeé la mesa: un polvo blanco se elevó de los
cartapacios y flotó en la tenue luz de las lámparas que de pronto parecieron
velas. Todas las empleadas quedaron petrificadas, como si fuesen estatuas de
mármol de Carrara. Exijo ver al gerente, grité. La pantalla de la computadora
se puso negra, la música enmudeció y se instaló un silencio lapidario que
presagiaba un desenlace fatal.
De
pronto sentí un viento helado en la espalda y cerré los ojos: el clima se había
puesto demasiado denso, el aroma a flores se había convertido en un olor
putrefacto y, a través de la piel de la cara de la señorita, distinguí su
calavera. Sólo quiero escapar, pensé, escapar de esto que parece un sueño, o
una pesadilla, y no volver nunca más. Me temblaban las piernas, sentía la garganta seca y las gotas de
transpiración me nublaban la vista.
Salí
a la calle: se había hecho de noche. Caminé esa cuadra casi corriendo, había varios
homeless durmiendo en los portales,
los contenedores rebosaban de basura, se oían sirenas de ambulancias, o de bomberos.
Llegué al parking y presenté el ticket. El empleado era distinto, pero lo
insertó en la máquina y apareció un número desmedido. “Seis horas y media”. Ante
mi queja respondió: “Hubiera sacado estadía, le salía más barato.” Consulté mi
reloj: el minutero no avanzaba, las agujas marcaban las 16:40. ¿Había ingresado
en una dimensión fuera del tiempo? ¿Un mundo paralelo donde reposan las almas? “No
me alcanza el dinero” le dije al tipo, “en la guantera del auto tengo un
billete.”
Subí,
metí la llave en el contacto y arranqué haciendo chirriar los neumáticos. Me
pasé dos semáforos y casi atropello a un ciclista cuando me monté en la bici
senda. Al tomar la Avenida Callao rumbo
a casa aceleré hasta pasar los cien, los ciento veinte, los ciento cuarenta,
los doscientos kilómetros por hora…
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