martes, 12 de junio de 2018

PARCELA

Ayer tuve que ir a Capital para hacer un trámite  perturbador: el cambio de titularidad de la parcela que compré hace años con mi ex esposa en el cementerio Jardín de Paz. Después del divorcio no quiero que la bruja meta sus muertos en mi hoyo.
Como Enero es mes de vacaciones, veraneo y todo eso, llamé al menos cuatro veces para cerciorarme de que el legajo estuviese a mano. Odio esperar en oficinas céntricas con aire acondicionado y música funcional. En cada llamado, la pregunta era la misma: ¿Apellido? Vivo. ¿Vivot? No, Vivo, ve-i-ve-o. Aquello parecía sobresaltar a la empleada de turno, ¡entre tantos muertos un vivo! Eso desafinaba mal.
Encaré el viaje en auto con la amenaza constante de los radares que multan excesos de velocidad, los innumerables semáforos, las obras y vallas por todos lados y el tráfico cargado y hostil. Waze había previsto cincuenta y cinco minutos, llegaría a eso de las cuatro. Pero tardé noventa. Igual, cerraban a las seis. Pleno día.
Conseguí estacionar en un parking de dos pisos a una cuadra de mi destino. “Deje las llaves puestas”, me ordenó el encargado. Había lugar de sobra… “¿Cuánto va a quedarse?” preguntó mientras me entregaba el ticket. “Un rato, media hora  a lo sumo.”
Al entrar en el local me sorprendió ver tantas empleadas. No cabe duda de que el negocio de los muertos es una fuente de trabajo importante. Todas vestían uniforme azul pálido, como el cielo. Los parlantes disimulados en el techo emitían música clásica, Mozart tal vez, y había un tenue aroma a flores en el aire.
Enseguida se acercó una señorita alta, muy delgada, y me indicó una mesa con dos sillas, una pila de carpetas, un teclado y una pantalla. Me senté y me presenté, confiado. ¿A nombre de quién está la parcela? Le mostré el contrato. Cuando leyó Vivo empalideció, una suerte de soponcio le transformó la cara, y un murmullo de ultratumba se extendió por el salón. Le expliqué el motivo de la visita, y recalqué el hecho de que había llamado varias veces para asegurarme que el trámite fuera rápido y sencillo. No obtuve respuesta. Repetí la pregunta en un tono más alto y nada. Golpeé la mesa: un polvo blanco se elevó de los cartapacios y flotó en la tenue luz de las lámparas que de pronto parecieron velas. Todas las empleadas quedaron petrificadas, como si fuesen estatuas de mármol de Carrara. Exijo ver al gerente, grité. La pantalla de la computadora se puso negra, la música enmudeció y se instaló un silencio lapidario que presagiaba un desenlace fatal.
De pronto sentí un viento helado en la espalda y cerré los ojos: el clima se había puesto demasiado denso, el aroma a flores se había convertido en un olor putrefacto y, a través de la piel de la cara de la señorita, distinguí su calavera. Sólo quiero escapar, pensé, escapar de esto que parece un sueño, o una pesadilla, y no volver nunca más. Me temblaban las piernas, sentía la garganta seca y las gotas de transpiración me nublaban la vista.
Salí a la calle: se había hecho de noche. Caminé esa cuadra casi corriendo, había varios homeless durmiendo en los portales, los contenedores rebosaban de basura, se oían sirenas de ambulancias, o de bomberos. Llegué al parking y presenté el ticket. El empleado era distinto, pero lo insertó en la máquina y apareció un número desmedido. “Seis horas y media”. Ante mi queja respondió: “Hubiera sacado estadía, le salía más barato.” Consulté mi reloj: el minutero no avanzaba, las agujas marcaban las 16:40. ¿Había ingresado en una dimensión fuera del tiempo? ¿Un mundo paralelo donde reposan las almas? “No me alcanza el dinero” le dije al tipo, “en la guantera del auto tengo un billete.”
Subí, metí la llave en el contacto y arranqué haciendo chirriar los neumáticos. Me pasé dos semáforos y casi atropello a un ciclista cuando me monté en la bici senda. Al  tomar la Avenida Callao rumbo a casa aceleré hasta pasar los cien, los ciento veinte, los ciento cuarenta, los doscientos kilómetros por hora…


Jockey, grafito.


A ponerle huevos, acuarela y témpera s/cartón 35 x 50


Tres del 18




sábado, 20 de enero de 2018


MIRÁ VOS

Enero en Buenos Aires puede darte sorpresas agradables. O no.
La mañana se presentaba diáfana, el cielo reverberaba como un desierto celeste y mi mujer tenía un almuerzo con amigas. Se anunciaba un día tórrido, 37° C por la tarde. Partí hacia el natatorio del Club Náutico en mi Mazda modelo 98 y, aunque había muchos lugares libres, lo estacioné al amparo del mismo árbol de siempre. Entré y me ubiqué bajo una sombrilla bien alejada, frente al río marrón. Soplaba una brisa sostenida, balsámica.
Me había propuesto nadar todos los días, cada día un poco más, para recuperar los dos años que estuve sin poder hacerlo por una lesión endemoniada. Cuando volví a mi sombrilla chorreando agua, ella ya estaba allí, en la sombrilla de al lado, con su equipo de mate y su bikini negra. La sombrilla de al lado de la fila de atrás, por lo cual quedaba fuera de mi campo visual, a menos que me diese vuelta. Era rubia, joven. Tenía lindas piernas.  
Terminé de dibujar un garabato en mi cuaderno de bitácora y me puse a silbar bajito, actividad que me relaja mientras miro el horizonte. En eso oigo que alguien le dice a la rubia: “vos no podés tomar sol”. Giro la cabeza y veo que es ese viejo que anda con bastón y les habla a las mujeres jóvenes que están solas. Lo tengo re fichado. Camina a duras penas, lleva la camisa a cuadros abierta y lo corona una gorra ajada con el logo del YCA. “Estás muy blanca” agrega con total desfachatez. La rubia cierra su note book, o tablet, o celular tamaño XXL, y le sigue la corriente. “Tengo protector”, aduce sin darle importancia a lo irreverente del caso. ¡Entonces el viejo le pregunta la edad! “Treinta y cuatro”, responde, “tengo dos hijos en la clase de optimist, los veo desde acá”. El viejo no se amilana, le pregunta por las edades de los niños y se lanza a relatar anécdotas de barcos que tuvo y no tiene más. La rubia lo trata de usted, pero a cada pausa intercala un “mirá vos”. ¡Pero si parece que le tira onda! Comentan sobre personas conocidas, nombres de veleros y esa clase de cháchara vacía que trata de demostrar una posición relevante en la escala social. El viejo sigue de pie, sé muy bien que si se sienta le resultará imposible volver a incorporarse. Pero no afloja, evoca tiempos heroicos y amistades rimbombantes. Ella le cuenta que está estudiando para rendir el examen de timonel en Prefectura. “La semana que viene”, dice. Tiene la piel blanca aunque levemente bronceada, un sombrero de cowboy encasquetado sobre la melena rubia y anteojos oscuros, grandes.
Sorprendentemente, la conversación prosigue. El viejo le parecerá interesante, supongo, o será sólo buena educación, o lástima, o compasión. El tipo se ve ridículo, pero ella se lo banca. No hay nadie más alrededor, estamos los tres solos, la rubia, el viejo y yo al borde de los juncos que festonean la orilla del río. Más los teros que conviven con los humanos desde hace generaciones (de teros).
Por fin el viejo decide terminar el encuentro. “Me vienen a buscar”, explica. Será su hija, un nieto o una enfermera, pienso. Vuelve el silencio y me pongo a silbar “Lately”, el gran tema de Stevie Wonder. Sigo con “Smoke is in your eyes”, “Heaven” y “Fly me to the moon”. Sé que soy un eximio silbador, pero percibo que ella no me escucha, se ha puesto audífonos y sonríe mientras mira la pantalla. Qué le estarán diciendo… Observo el horizonte y acometo la dulce tarea de silbar “Ella también”, de mi venerado Spinetta.
De pronto oigo: “Señor”. La rubia me llama. Pero qué mal suena la palabra señor, ¡si sólo le llevo 26 años!  “¿Podría dejar de silbar?” me dice con absoluta tranquilidad. “Es que estoy tratando de estudiar”. Quedo pasmado. Pienso en la canción de Sumo, la que dice rubia, tarada, bronceada… pero no contesto. ¿Y si la mando a la mierda? El natatorio es grande, hay sombrillas vacías por todos lados. Mejor no, ya me suspendieron dos veces por decir lo que pienso. Acto seguido levanta el celular XXL y se pone a hablar con su marido. Le cuenta toda la conversación con el viejo. Del otro lado le hacen preguntas, ella responde que no tuvo que ayudarlo a entrar al agua y cosas por el estilo, y que después de un buen rato vinieron a buscarlo y se fue. Deduzco, por el tenor de los comentarios, que el que está al otro lado de la línea no es su marido sino su papá. Luego, para mi sorpresa, agrega: “una charla de abuelo”. Mirá vos. Entonces me doy vuelta en la reposera, me incorporo sobre un codo y le espeto: “Señora, ¿podría dejar de hablar por teléfono?” Me mira incrédula. “Es que estoy tratando de silbar”.


Rebasar los límites, acrílico s/cartón