lunes, 12 de diciembre de 2016


GUITARRA NEGRA

“Blues Night” decía el afiche, y se veía a una mujer joven con una Gibson Les Paul negra entre los brazos.
La cita había sido en Chicago, o en New Orleans, ya no recuerdo, pero lo cierto era que el show anunciado se daba en uno de los lugares emblemáticos del género, y los músicos que acompañaban a la chica eran pesos pesados del blues local.
Resultaba curioso, casi incoherente quizás, ver aquel anuncio (prolijamente enmarcado y protegido por un vidrio amarillento) colgado en la recepción de un hotel con aire de castillo medieval en los confines de Uruguay. “Es la hija del dueño”, me dijo una mucama que salió por una puerta vaivén con una fuente repleta de frutas tropicales.
Según Tripadvisor, la Hostería Fortín de San Miguel está ubicada sobre una línea de energía que cruza Uruguay de Sur a Norte conectando Piriápolis con la Sierra de San Miguel, cerca del Chuy, casi en la frontera con Brasil. El edificio colonial de dos plantas, construido enteramente en piedra en 1945, consta de nueve habitaciones y está rodeado por un parque salpicado de símbolos esotéricos y piedras con supuestos poderes mágicos. Un lugar apartado del ruido, con noches estrelladas, caminatas distendidas y una cocina casera de calidad excepcional.
Esa tarde, después de un baño en la piscina ubicada detrás de la Hostería (una piscina nada pretenciosa, llena hasta el borde con el agua energizante surgida de las profundidades del acuífero guaraní), saqué una silla de mi cuarto, la coloqué en un rincón soleado de la galería que balconeaba sobre el parque y me puse a templar la guitarra, la guitarra española que llevé a aquel “retiro espiritual”. Minutos más tarde apareció una mujer con una niña de diez o doce años envuelta en una toalla blanca. Las había visto un rato antes en la pileta, y ahora subían a una habitación vecina a la mía. Su cara me resultó familiar, y cuando se acercó a escuchar mis arpegios caí en la cuenta de que esa mujer era la chica del afiche. Los años no habían pasado en vano, pero ella aún conservaba una chispa adolescente en la mirada. “Andá a ducharte”, le dijo a la niña, “y no robes chocolates del frigobar”. Le pregunté si tenía ganas de tocar un poco. “Hace tantos años que no lo hago”, dudó moviendo la cabeza. Pero sus ojos transmitían lo contrario. Le entregué el instrumento y probó unos acordes. “Esperá que me corto las uñas”, dijo, y desapareció durante un par de minutos. Cuando volvió le pasé la guitarra y ensayó unas progresiones bluseras. Después se largó a tocar un tema de Muddy Waters, cantándolo con voz grave, algo áspera, llena de matices. Y esa noche, en el bar, me contó su historia.
“No te imaginás lo que fue tocar con Albert King”, me dijo Sandra mientras degustábamos unos mojitos acodados en la barra del bar. “Y en un lugar tan especial, no más grande que este comedor”, agregó señalando hacia atrás. El salón era espacioso, tenía techos altos con gruesas vigas de madera y lámparas de hierro forjado en las paredes de piedra. El piso también era de piedra, y una docena de mesas impecablemente vestidas con manteles rojos y blancos esperaban a los huéspedes para la cena. “Y lo máximo fue que me firmara la guitarra”, agregó con un dejo de tristeza.
Había estado de gira por Estados Unidos tocando en cuanto boliche estuviera disponible, y luego de dos años intensos ganó cierta reputación con un trío llamado Sandra & the Scorpions. Llegó a compartir escena con algunos legendarios músicos negros, como King, Taj Mahal o Dixon. Pero en Baton Rouge quedó embarazada y el padre, un contra bajista borracho y adicto a la heroína, desapareció. Entonces su carrera quedó trunca. Y la necesidad de un hogar, una familia, un sitio tranquilo para educar a su hija y un abuelo protector pudieron más que su pasión por el blues.
“¿Y la Gibson negra?”, pregunté. Me respondió en un susurro, con un brillo acuoso en los ojos:
“Tuve que mal venderla cuando volví. La compró un tipo de Buenos Aires.”
Años después regresé al Uruguay con mi flamante esposa. Mientras recorríamos un camino de tierra entre la Ruta Interbalnearia y Punta Colorada, en las afueras de Piriápolis, nos sorprendió un cartel improvisado que rezaba: “Esta noche blues con Sandra Cubelo y su cuarteto.” No había duda: era ella. Enfilé el auto en la dirección que indicaba la flecha y llegamos a un lugar inclasificable, mezcla de restorán, galería de arte y teatro precario, un lugar simpático enquistado en una zona baja con vista al cerro Pan de Azúcar. Faltaban cuatro horas para el concierto, pero decidimos quedarnos. Cenamos pescaditos fritos con cerveza en el puerto, caminamos un rato por los muelles y por fin retomamos el camino de tierra hasta el desvío que nos llevó al boliche. El mínimo escenario –una tarima alfombrada en un rincón de la sala- estaba iluminado con velas y lamparitas de colores, y ya había varias mesas ocupadas esperando a la banda. El ruido de los amplificadores y el murmullo de la gente me predispuso bien, y no pasó mucho tiempo hasta que los músicos ocuparon sus puestos. Enseguida apareció Sandra, con jeans gastados, camisola de bambula y una guitarra eléctrica que adiviné de procedencia china. Largaron con un boogie, y el conjunto sonaba bien, con “groove”, con profesionalismo, y los fraseos de la guitarra en el primer solo arrancaron aplausos. Después del segundo tema, mientras ella agradecía la presencia del público y se disponía a presentar a sus compañeros, desde el fondo de la sala se oyó una voz que pedía la palabra. Sandra hizo visera con la mano y un reflector buscó al responsable de la interrupción. Todos nos dimos vuelta para mirarlo, y el tipo, un flaco con pelo ralo y campera de cuero, anunció:
“Sandra, vine desde Buenos Aires para escucharte, y mirá lo que te traje…”
Avanzó hacia el escenario entre las mesas en penumbra y, como una ofrenda a una diosa profana, le entregó la Gibson Les Paul negra firmada por Albert King.
Marzo 2015


sábado, 15 de octubre de 2016

CUENTO PRIMER PREMIO 2016

¿SE EQUIVOCÓ DIOS?

Como cada mañana, medio dormido todavía, puse dentífrico en la punta del cepillo y abrí la canilla. No me miré al espejo ni encendí la luz, para qué empezar mal, si ese hombre viejo no soy yo, lo tengo claro. Pero cuando inicié la archi repetida tarea del cepillado, oh sorpresa, no había nada que cepillar. ¡Mis dientes habían desaparecido!
Prendí la luz y las encías huérfanas confirmaron la mala noticia: mis dientes, los que forman parte de mí desde hace más de cuarenta años, se fueron de paseo.
¿Acaso no los traté bien? Es cierto que he comido muchos chocolates, caramelos y garrapiñadas, que alguna vez los usé para descorchar botellas de cerveza o, de tanto en tanto, para abrir esos sobres de plástico imposibles de abrir con los dedos pero… ¿abandonarme así de repente, sin preaviso?
Revisé las sábanas, la almohada, también debajo de la cama. Nada. “Me los he tragado durante el sueño” fue mi conclusión. ¿Y ahora? ¿Necesitaré dentadura postiza y el pegamento ése que anuncian por la tele? ¿Un vaso con agua en la mesita de luz?
¿Por qué tendremos tantos dientes? Siempre me lo pregunté. ¿No habría sido más práctico una sola pieza dental (una arriba y otra abajo, obvio), una sola pieza sin intersticios? Algo parecido al protector bucal que usan los boxeadores. Un hueso curvo y afilado que se auto regenere en caso de roturas, y que crezca indefinidamente para compensar el desgaste de los años. Dios se equivocó feo con el tema de los dientes. O será que la evolución desde el mono se enfocó en asuntos menos importantes, los pilosos por ejemplo, y nos dejó con dos hileras de dientes como a cualquier pescado.
La cuestión es que, por aquello de los misterios de la ciencia, mis dientes migraron al cerebro y se alojaron en los lóbulos frontales. Sí, aunque usted no lo crea, lo comprobaron médicos especialistas con una tomografía computada. Será por eso que a veces pierdo el equilibrio y escribo cosas raras. Pero como las golondrinas, pensé, algún día volverán.
Me dejé crecer un buen bigote, una especie de cortina tupida para ocultar la boca desdentada, y decidí esperar. Pasé un año y medio comiendo papillas, gelatinas y sopas hasta que dije basta: extraño demasiado el bife de chorizo y la pizza. Saqué un pasaje a la India y me fui, solo, convencido de que, con meditación, yoga y mantras, lograría recuperar la dentadura. Me alojé en un ashram cerca de Goa, y me hice discípulo de un gurú que hablaba portugués. Aprendí a tocar la cítara y, con ejercicios de visualización y relajación, logré dominar las necesidades terrenales. Largos días de ayuno templaron mi carácter, y por fin encontré mi yo profundo, lo que en occidente se llama el alma, y una noche de plenilunio, mientras hacía abluciones en las aguas del lago sagrado, me di cuenta de que ya no necesitaba más dientes ni orejas ni párpados ni cejas, sentí que había llegado a un estado de beatitud cercano al nirvana, y me sumergí en esas aguas benditas y me dejé llevar por la corriente hasta llegar al mar, al vasto océano, como en un viaje astral acuático, y allí me recibieron las ballenas azules, inmensos cetáceos sin dientes, mamíferos como yo, que se alimentan de plancton filtrando enormes cantidades de agua a través de sus barbas -bigotes en mi caso-, y se comunican con sonidos que son detectados a miles de kilómetros, como un canto, aunque ese canto nada tiene que ver con el canto de las sirenas que enloqueció a los marineros de Ulises, sino un canto a la vida, al amor y a la convivencia pacífica en el mundo submarino.
-Te fuiste al carajo- dice mi mujer después de leer el último párrafo.

-Al carajo no –respondo-, me fui a Wikipedia.

Ttrabajos del 2016, salvo el 1° que es de 2009







lunes, 19 de septiembre de 2016

Bye bye love, grafito s/papel


EL CUERNO Y LA VELA
-Hay pertenencias- me informó la empleada de limpieza del sanatorio.
-¿Subo a buscarlas?- respondí.
-Sí, puede subir ahora.
En el quinto piso me entregaron una bolsita de plástico color rosa. Eran los dientes de mi vieja.
El día en que le daban el alta –recuerdo que era un martes- mi vieja había almorzado y estaba dormitando en su habitación del tercero. Tenía buen color, aunque su pelo se veía apelmazado, sobre todo en la nuca, por la presión de la cabeza contra la almohada. Apenas entré, la peruana que la acompañaba me miró con una sombra de culpa. La habíamos contratado hacía casi un año -veinticuatro horas, siete días a la semana- y yo era el encargado de pagarle a fin de mes. Supuse que algo había sucedido durante la noche, y así fue: enseguida entró una las enfermeras del piso y me dijo que le debía quinientos pesos. ¿Por? pregunté. Anoche me quedé con su mamá, respondió risueña. La peruana intentó esbozar un comentario, tal vez una disculpa, pero mi vieja la interrumpió: yo le dije que se fuera a dormir a su casa, acotó terminante. ¿Para eso le pagamos lo que le pagamos? pensé. Me contuve y no dije nada. Mientras tanto, la enfermera seguía ahí parada. Esperando. Consígame una factura, le espeté, y se fue como un perrito con la cola entre las patas. Quedamos los tres en silencio, mi vieja, la peruana y yo. Por la ventana se veían las copas de los plátanos, las hojas nuevas de primavera contra un cielo prístino, azul brillante.
Acostada boca arriba, con los ojos cerrados, yo sentía que mi vieja me estaba vigilando. Había salido de terapia intensiva el domingo, dos días antes, pero así y todo, con sus ochenta y seis años, seguía manejándome a mí, a mis hermanas y a todo el mundo.
-Tenés que venir a buscarme a las cinco –me ordenó sin abrir los ojos.
-¿Yo? Yo tengo cosas que hacer, ¿por qué no viene alguna de mis hermanas?
-Las dos trabajan -contestó-. Y tienen hijos.
-Yo también trabajo- me defendí-, yo escribo, pinto, toco la guitarra, compongo canciones, tengo una banda… ¡administro tu plata!
-Vos no hacés un cuerno a la vela- sentenció.
Esa tarde tuvo fiebre y la subieron a unidad coronaria. Justo antes de volver a su casa. A partir de allí todo fue de mal en peor. Hubo complicaciones, líquido en los pulmones, infección urinaria, arritmias, más fiebre. Otra vez a terapia intensiva.
Yo iba a verla todos los días, estacionaba donde podía, a varias cuadras para no pagar parquímetro, caminaba hasta el sanatorio y esperaba el ascensor con el que subía al quinto piso, a una sala de espera donde apenas cabíamos los familiares, hasta que se abría la puerta y un vigilante paraguayo, listado en mano, llamaba por el apellido de la persona internada. Al otro lado de esa puerta, una vez cerrada, parecía que uno entraba en otro mundo, otro mundo donde la vida y la muerte casi se rozaban.
Aunque el paraguayo ya me conocía, siempre me indicaba lo mismo: la obligación de desinfectar las manos con alcohol en gel. Podía tener los zapatos llenos de barro, o de caca de perro, pero eso no importaba. Mientras me ponía el alcohol yo escudriñaba hacia el fondo, hacia el box donde yacía mi madre, con la esperanza de entrever algún cambio, alguna mejoría. Había pasado de la mascarilla de oxígeno al respirador, con un tubo brutal metido en la garganta, sujeto a la cara con gasas y telas adhesivas. Entonces me acercaba y la veía dormida, con la boca abierta, tan frágil, cada vez más chiquita, las manos y los pies hinchados como empanadas, los brazos llenos de pinchaduras y el televisor encendido inútilmente en un canal de noticias que mostraba imágenes de robos, homicidios y piquetes.
El respirador le mandaba aire a impulsos regulares, clac, clac, clac. Pero también estaba conectada a otros aparatos. Tubos y cables que medían la frecuencia cardíaca, la oxigenación, el pulso y la presión arterial, o que le pasaban drogas y antibióticos a sus venas maltrechas.
Hay que esperar el parte médico, me decía el vigilante cuando yo trataba de sonsacarle algún dato al enfermero del piso. Entonces me quedaba a los pies de la cama, bajaba el volumen de la tele y le hablaba a mi vieja. Ella parecía escucharme, movía las cejas, pestañaba en su sueño de morfina. Los parámetros de ayer eran muy alentadores, me informaba la doctora de guardia con optimismo. Pero anoche hizo fiebre y tuvimos que sedarla de nuevo. Ahora lo tengo claro: coma farmacológico se llama, la palabra sedación es un eufemismo para disfrazar la cruda realidad. Morfina se llama, un derivado del opio que te mantiene inmóvil como un muerto y vivo como una planta.
Pasaron los días, pasaron las semanas. Una vez abrió los ojos, movió una mano, hubo un amague de mejoría. Pero luego volvió a derrumbarse. El médico de guardia, el de la mañana, comentaba: es fuerte tu mamá, no afloja. Yo sabía que sufría, y lo único que quería era desconectarla. Años atrás, ella me había dado un sobre que decía: “A mis hijos”. Rebusqué entre los papeles viejos que guardo en mi escritorio hasta encontrarlo, aún cerrado, y lo llevé al sanatorio. Lo abrí en presencia de mis hermanas, y leímos lo que ella había escrito en perfecto uso de sus facultades mentales. Expresamente pedía que, llegado el caso, no la mantuvieran viva artificialmente. Cuando nos anunciaron que era mejor practicarle una traqueotomía me indigné. No podemos negarle el alimento ni el oxígeno, me explicó el médico escudándose en la ley, caso contrario sería eutanasia. 
Un amigo creyente me contó que, cuando tenía a su madre postrada, en estado casi vegetal, le rezó a San Expedito, el santo de los imposibles, o de lo urgente e imposible. Y el santo lo oyó. En el sanatorio hay una mínima capilla en la planta baja, un cuartito cerca de la entrada. Yo lo había visto al pasar. Confieso que no creo en los santos, pero ese sábado a la mañana, cuando terminó el horario de visitas, entré. Había un gran Cristo en la cruz, varias imágenes de la virgen María y una de Santa Ana. Más abajo, obligándome a flexionar las rodillas, una estatuilla de un soldado romano con un casco junto a sus pies me invitaba a acercarme. No era otro que San Expedito. ¿Casualidad? Le toqué la frente y le pedí, con el corazón en la mano, que ayudara a mi vieja a emprender el viaje. Le dije que no merecía seguir sufriendo, que ya había sufrido bastante en su vida. Ayudala San Expedito, le rogué. Y esa noche mi vieja partió.
Mucho después caí en la cuenta de que la última frase que escuché de su boca fue la del cuerno y la vela. Pero se la perdono. Le perdono su autoritarismo, su tozudez, sus injusticias, los diarios llamados a horas inoportunas, sus críticas e intromisiones, sus pedidos desatinados, su eterno papel de víctima o de alma en pena. Le perdono todo. Porque es mi vieja. Pobrecita mi vieja.
SEPT 16


lunes, 1 de agosto de 2016


TRATAMIENTO

Ajo y agua, dictaminó el gran neurólogo. Era la primera vez que escuchaba ese término. Inocentemente pensé que, si comía muchos ajos y tomaba mucha agua, podría curarme. Nada que ver: a joderse y aguantar, esa era la consigna del doctor. Al principio me hizo gracia, pero después, analizando la cuestión, me di cuenta de que ese doctor era un reverendo hijo de puta.
Detrás del cementerio, pasando unos monoblocs de arquitectura bizarra que desentonaban con el entorno, llegué a una típica casa suburbana. Techo plano, verja baja y un sendero de lajas hacia el porche, con una sola columna delimitándolo y la ventana rectangular junto a la puerta de entrada. Prolija la casita, pensé. Con un Corsa en la cochera junto a la medianera. Mientras esperaba –no había timbre- miré hacia arriba, al poste de Edenor: un cable conectaba la red eléctrica a una toma en la terraza sin pasar por el medidor. Ah, por eso los tres equipos de aire acondicionado, me dije.
Se movieron las cortinas y una mujer de unos setenta años, vestida de negro, me abrió. Pasé a una sala coqueta, llena de luz, con un cuadrito de un gato sobre la chimenea, una de esas chimeneas con troncos falsos y el quemador de gas debajo. Todo limpio, inmaculado. Me frenó ahí nomás, a dos pasos de la puerta. Sacate la camisa ordenó. Hablaba en susurros, tenía manos huesudas y un ojo blanco, velado por una catarata. Con el otro ojo me miró la espalda y sin preguntar nada tocó el lugar de más dolor. Después se fue para adentro. Al fondo, en un patio sombreado, divisé una mesa con un hombre que leía el diario y tomaba mate. Era viernes.
La vieja volvió con un frasco lleno de líquido negro. La famosa tinta china, deduje. Me hizo girar y quedé mirando la puerta. A continuación me pintó media espalda y parte del pecho con un pincel gastado. Mientras pintaba me preguntó cómo me llamaba. Carlos. Carlos qué. Carlos Boniver. ¿Oliver? No, Boniver. Ah, Póniper. Me pareció que rezaba en voz baja, pesqué la palabra Cristo y mi nombre repetido varias veces. Cuando terminó de pintarme se fue a buscar un trapo: tres o cuatro gotas de tinta china habían salpicado las baldosas cerámicas del piso. Mientras limpiaba, me ordenó esperar para ponerme la camisa. Cuando seque vestite y volvé mañana, me dijo, son tres días para que haga efecto la curación. Y se fue hacia el comedor donde había una tabla de planchar y una pila de ropa. Al rato se acercó y me retó: ¿Por qué usás eso tan oscuro? Estás muy abrigado, no hay que darle calorías a ella. Ponéte ropa clara, liviana. Le pago ahora, quise saber. No, después. Y no te bañes hasta el lunes, tiene que trabajar la tinta. Rosa, ¿usted está segura que lo mío es culebrilla? pregunté con cautela. Mire que a mí no me salió nada en la piel, aclaré. La tenés adentro, dijo, por eso no muestra las escamas. ¿Cómo lo sabe? Porque ella me habla, respondió sin dudar. Y agregó: alguien la puso en la puerta de tu casa, o del auto. ¿Por pura maldad? pregunté asombrado. Envidia, sentenció. Y concluyó: la envidia es pior que el engaño.

El sábado hice el mismo camino, rodeando el cementerio y dejando atrás los monoblocs. Ya desde la esquina me pareció ver movimiento frente a la casa de Rosa. Estacioné a media cuadra y, mientras me acercaba, distinguí el patrullero y la gente amontonada. Había olor a madera chamuscada. Me sumé a los curiosos como un vecino más, un vecino anónimo. Una cinta de peligro ondeaba en el frente, y dos agentes de la bonaerense custodiaban la entrada. Las versiones de los curiosos no coincidían, había quienes hablaban de incendio premeditado y había otros que mencionaban un intento de homicidio. ¿Rosa está bien? atiné a preguntar. Se la llevaron esposada, me contestó una señora gorda con ruleros, ahora falta que venga el juez para identificar el cadáver. ¿Cadáver? Apuntó con el mentón hacia la casa y dijo: Ella lo liquidó, lo mató la bruja. Y, luego de una pausa, agregó: Dicen que estaba harta de que el tipo le sacara plata. ¿Sabe cómo fue? Veneno en el mate. Después quiso incendiar la vivienda pero los bomberos llegaron antes. La gorda me miró de arriba abajo: mi camisa y mis pantalones blancos desentonaban con el vecindario. Seguro que usted es cliente de la Rosa, dijo tocándose un rulero. Justo ayer empecé un tratamiento, respondí como con culpa. Valiente, dijo la gorda, ahora difícil que pueda terminarlo.  

"Indio killer" grafito s/papel


"Enrroscado" lápiz y digitalización


lunes, 25 de julio de 2016