jueves, 2 de diciembre de 2010

HEXAGONAL

Su belleza hexagonal me cautivó desde el primer instante. En la fosa del taller de Guillermo, bajo la luz fluorescente de los tubos de neón, ella apareció una mañana en mi gaveta. La sentí abierta, receptiva, sensual, e intenté acercarme para iniciar una conversación. Nuestros metales tenían mucho en común, eran aleaciones de viejas chatarras recicladas en los hornos de Zapla. Enseguida empezamos a hablar. Me dijo que estaba aburrida, cansada de tanto trajinar en el tren delantero de aquel Corsa taxi.
Tenés novio, le pregunté de entrada. Lo tuve, respondió después de una pausa: un cabeza gota de sebo que me trató mal. Me costó años de terapia, agregó con tristeza. Noté que estaba rayada por dentro. Pero yo también tenía mi rosca. Entonces deseé que nuestros rayes pudieran complementarse, y esa misma noche me acerqué para besarla. La humedad de la fosa, el olor a grasa y los ladridos de Sarno, el perro del taller, no ayudaban, pero por fin logré tocarla. Ella se alzó sobre uno de sus cantos planos y se ofreció a mi vástago con el candor de una quinceañera. No hubo caso, nuestras roscas no encajaban. Pensé en las enseñanzas del Kamasutra, mujer liebre y hombre elefante, o al revés, hombre conejo y yegua mujer. Según el libro de la sabiduría oriental había combinaciones insospechables, pero mecánicamente posibles. Pedí ayuda al WD-40, aunque no me oyó o se hizo el dormido. El viejo Penetrit, que sufría del lumbago, soñaba en un rincón de la gaveta con la alcuza de su juventud. Y el pote de grafito no estaba a mi alcance. Entonces ella trató de darme ánimo: en un susurro me dijo que yo era el Yang y ella era el Yin, las dos mitades del todo, el ensamble esencial, el acople perfecto. Pero el óxido del tiempo, la falta de costumbre y el escenario desapacible atentaban contra la unión de nuestros cuerpos. De pronto surgió una variante: me doy vuelta, dijo ella, y me ofreció su otro lado. Audaz la quinceañera, pensé, atacado por un vigor irrefrenable. Recién nos conocemos y ya tan dispuesta. Arremetí como un toro sediento de sangre, pero si el primer intento fue un fracaso, éste fue peor. La frustración me sumió en un mutismo hermético. Cabizbajo y humillado, fui a refugiarme en los brazos de la llave francesa.
Al día siguiente, brillante, alerta, inoxidable, desde la gaveta del fondo me saludó el gota de sebo. Y noté cómo ella, más radiante que nunca, lo miraba con aire cómplice. Después la perdí de vista, porque la fosa se oscureció bajo la sombra de un chasis. Alineación y balanceo, escuché que decía Guillermo. Media hora más tarde, cuando el auto salió marcha atrás, gota de sebo ya no estaba. Ella también había desaparecido, así, sin saludarme, sin siquiera dejar un mensaje. Fue como si se hubiera desmaterializado en el humo del escape.
Creo que de a poco estoy olvidándola. A veces juego a la perinola con un remache pop y una arandela de bronce, a veces me distraigo sumando los números de las chapas de los autos que entran en el taller. Por lo general mato el tiempo espiando hacia la calle. Pero en las noches frías y solitarias, el recuerdo de su rosca inalcanzable me acompaña, me mantiene despierto durante horas con la vista clavada en la cortina metálica. Entonces se me humedecen los ojos y se me seca la garganta, mientras Sarno, el perro del taller, ladra y ladra.

lunes, 15 de noviembre de 2010

martes, 9 de noviembre de 2010

miércoles, 27 de octubre de 2010

Cuento premiado

PASAPORTE

-Imagínese una avenida ancha, bien iluminada, de un lado bares de tapas con mesas en la vereda y, en frente, la Giralda.
El hombre usaba anteojos oscuros, de vidrio verde, y tenía delante un vaso vacío. Como no podía verle los ojos, no me quedaba más remedio que fijarme en su boca, de donde escapaba un hilo de saliva que él, a cada rato, secaba con la punta de un pañuelo. Se secaba y guardaba el pañuelo en el bolsillo de atrás del pantalón, encorvado e incómodo en el taburete de la barra de Severo.
-Yo miraba para arriba –siguió diciendo-, miraba la escultura de bronce en la punta de la torre; había caminado por Sevilla durante todo el día con un calor desgastante. Estaba agotado.
Tomó el último trago, le hizo una seña a Severo y continuó.
-De golpe sentí el tirón en el hombro, y el zumbido de la moto escapando por la avenida. Corrí. Corrí como un demente, a los gritos entre los coches. En ese bolso que ahora iba en la moto estaba toda mi vida: pasaporte, cheques de viajero, tarjeta de crédito, el pasaje de Iberia para volver a Buenos Aires, mis anteojos...
-Quién diría, con la bonanza que hay en España –lo interrumpí.
-No crea. Era el año 1980. Toda España estaba castigada por un desempleo feroz. Los “parados”, como les llaman allá, sumaban más del veinte por ciento. Y la delincuencia, sobre todo en Andalucía, era moneda corriente.
-Me suena a conocido -dije, pero él pareció no oírme.
-Recuerdo la comisaría donde intenté hacer la denuncia. Un lugar lúgubre, lleno de gentes indignadas, todos turistas. Y un oficial desganado y gris bajo una luz mortecina. Me fui. Pensé dejarlo para el día siguiente, averiguar en el hostal, llamar al consulado, buscar alguna alternativa.
-¿No había cofre de seguridad en ese hotel? -pregunté vaciando el whisky de mi vaso, ya aguado por el hielo.
-¿Cofre? Ja. El hostal era misérrimo. No ofrecía ninguna confianza. Y el dueño menos. Por eso dejé solamente la ropa en la habitación y me llevé todo lo de valor encima.
Otra vez sacó el pañuelo y se secó la boca. Parecía abatido, como un pez oscuro que nada entre plantas pegajosas por el fondo de un río quieto. Suspiró y siguió, sin mirarme.
-A medianoche, tirado en esa cama con el elástico vencido, caí en la cuenta de la magnitud del desastre. Sentí que me habían arrancado las tripas. Como a las cuatro cantó un zorzal, el mismo que ahora me despierta cada mañana en Buenos Aires, y ahí surgió la idea: cambiar de identidad, cambiarlo todo, empezar una vida nueva.
Me di cuenta de que el hombre había sido muy desgraciado en aquella época, tal vez por un amor de juventud no correspondido, que todavía no lograba superar, o acaso por un tema con la justicia, o la injusticia, un problema político relacionado con las juntas militares. Me arriesgué a hacer un comentario desafortunado: “Difícil cambiar de identidad en aquellos años”. Me ignoró.
-Había escuchado por ahí –continuó- de quienes se dedican a falsificar pasaportes. Gitanos. Viven en el suburbio, en casas construidas dentro de cuevas.
-¿Las cuevas de Sacromonte?
-No, eso es en Granada. Aquí había que buscarlos siguiendo la costa del Guadalquivir hacia el oeste. No fue fácil sacarle esa información al dueño del hostal.
-Pero amigo, si le habían robado todo ¿cómo iba a conseguir el dinero para pagar el trabajito? –me oí decir, y pedí otro whisky con hielo y una ginebra para él.
-Conservaba el reloj pulsera heredado de mi padre -respondió-. Un Vaucheron Constantin. Todo de oro.
-Pavadita de reloj –comenté tratando de demostrar simpatía. Otra vez se tocó el labio inferior con el pañuelo.
-En la casa de empeño me dieron cinco mil pesetas. Buena plata. Tomé un taxi, fíjese qué ridículo. El conductor me miró raro cuando le di las señas. No quiso entrar en la Vega. Porque así se llamaba la calle: Vega de Triana. Zona de cuchilleros, dijo el taxista.
Severo ubicó los dos vasos sobre el mostrador de madera gastada. El hombre de anteojos verdes tomó un buen trago y prosiguió, más animado.
-Trepé por un callejón angosto con gradas de piedra que caracoleaba entre casas blancas. Eran casi las doce, y la luz enceguecía. Metidas en la ladera había más casas: las cuevas de los gitanos. Parecía un laberinto. En un portal adornado con malvones pregunté por el Tres Dedos. Ah, el Cordobés, me dijo una vieja de cara arrugada. Seguí sus indicaciones sin mirar mucho a los costados. Sentía que me vigilaban. Cuando llegué a la casa estaba todo transpirado. En el frente brillaba al sol la ropa tendida.
-Y usted sin anteojos -me animé a opinar. El hombre por primera vez giró los hombros, me enfocó y dijo:
-¿Sabe que sufro de fotofobia? Pero enseguida siguió contando.
-Me recibió un muchacho descalzo. Mencioné el nombre del contacto que me había recomendado, y entré. Era una sala más bien angosta, larga, con techo abovedado, pintada de blanco. El piso de cerámica. Roja. Sentados en unas sillitas había dos tipos. No supe cuál de los dos era Tres Dedos hasta que apareció una gitana impresionante desde una pieza del costado. Tenía los ojos más negros que conocí en mi vida. Y el cuerpo majestuoso de una pantera. “Eh, Tres Dedos, pónme un jerecillo”, pidió. Y el Cordobés sirvió unas copas de la botella que tenía debajo de la silla. Mientras me miraban, entre curiosos y divertidos, me convidaron una copita. Ni sombra de desconfianza. Había un olor que no olvidaré jamás, mezcla de canela y azafrán, y desde el fondo llegaba el ruido de una piedra de afilar. “Y tú qué quiere, shaval” dijo por fin Tres Dedos. Le conté que necesitaba un pasaporte europeo, sin mencionar el robo frente a la Giralda. “Eso te va a costar cinco mil pelas”, me contestó desviando la vista hacia un rincón. Alcancé a ver una guitarra contra la pared. Traté de negociar, aunque sabía que estaba en desventaja. No hizo falta hablar. “Si te sirve un franzé te lo dejo en tres quinientas”. “Vale”, respondí entusiasmado, pero inmediatamente me arrepentí de haber usado aquel término. Usted se ríe, pero el Cordobés se levantó de la silla y me dijo: “Aquí no nos gustan los sudacas”. Vislumbré un facón con empuñadura de plata apretado en su cinto.
Ahora el hilo de saliva le llegaba al mentón, pero el hombre de los anteojos verdes estaba demasiado ensimismado con su historia y no lo notó, o tal vez ya no le importaba. Siguió:
-El Tres Dedos me hizo una seña y pasamos al fondo. Era una especie de laboratorio, con el mismo techo abovedado de la cueva, y olor a esmalte, o a pintura fresca. “La pasta”, ordenó, y le entregué los billetes. Después me paró delante de un trípode con una Polaroid. Salí en la foto con cara de asustado.
-¡Amigo, como para no estarlo! –dije apurando el fondo de mi vaso. Él continuó inmutable, concentrado en sus recuerdos.
-Mientras esperaba en la primera sala, la gitana me soltó un: “A que tú ere argentino”. Asentí. “A mi me enloquece el tango”, dijo, “¿sabes tocar la guitarra?”, y me alcanzó el instrumento. Hacía dos meses que no tocaba, lo extrañaba, así que acepté de buena gana y me largué con una chacarera. “¡Para, para! ¿Qué heso?” dijo frunciendo la boca y fulminándome con su mirada negra. Entonces improvisé algo parecido a La Cumparsita, marcando el compás con el zapato izquierdo y reforzando el ritmo con la bordona. “¡Ay Jesú cómo toca este crío!” dijo ella, “Pepe, Lola, Rosario…”, llamó a los gritos. Los vecinos trajeron otra guitarra y se armó el jaleo. Imagínese la escena, en la pura tarde de Sevilla, solo y sin documentos a merced de esos gitanos.
-¿Y usted se prendió en la festichola? –pregunté. Me miró con desaprobación.
-Hice lo que pude. Acompañar aquel flamenco ensortijado no era fácil. Uno de ellos era el cantaor, las mujeres hacían palmas, y la gitana ojos de fuego se puso a taconear con un salero que me hizo olvidar rápidamente el motivo de mi visita. De pronto éramos como diez, aparecieron unos pinchos de cerdo, unos bocadillos de bacalao con ajo y pimentón, jarras de sangría, cerveza... Seguimos con torrijas de pan frito con azúcar y canela, y luego una botella de coñac. La hospitalidad de aquella gente no dejaba de asombrarme. Hasta que se presentó el Tres Dedos con cara de pocos amigos.
-Qué momento...
-Le ladró una frase en un idioma extraño al guitarrista y el tipo paró de tocar. Pareció que la noche se nos venía encima de golpe, le juro, pensé que algo había salido mal y que mis planes de empezar una vida nueva estaban por hacerse realidad: una vida nueva sí, pero bajo tierra. Usted se ríe, pero le aseguro que estuve a punto de enfilar hacia la puerta y salir corriendo.
El hombre de los anteojos sacó el pañuelo y se secó la boca y el cuello. Vació la copa de ginebra y me miró de frente. Pude verle los pelos dentro de las orejas. Prosiguió:
-En eso el Cordobés se me acerca y me rodea los hombros con su brazo tatuado. Imagínese, yo temblando. Entonces, ante el auditorio pasmado, anuncia: “Shaval, a partir de ahora tú te llamas Filip” y me muestra un pasaporte francés inmaculado, con mi foto perfecta y los sellos de aduanas y todo lo demás. “Anda, cógelo”, me ordena, sosteniéndolo con sus tres dedos delante de mis narices. Y después, usted podrá creerlo o no, pero después me dice: “Y si quieres volver a tu patria aquí está el otro pasaporte”, y entre aplausos y risas y gritos de júbilo me devuelve el pasaporte robado.
Hubo una pausa larga, durante la cual ninguno de los dos sacó los ojos de su vaso. A continuación, con tono de derrota, le oí explicar en voz más baja:
-Regresé en el 84, con la democracia. Todavía conservo el pasaporte falsificado, y le juro que en cualquier momento me voy para allá de nuevo, a visitar al Tres Dedos, si es que vive todavía, y a verla a ella, que seguirá altiva, radiante, con aquel garbo de entonces y esos ojos de fuego negro.
Y luego, con la confianza de un parroquiano habitual, ordenó:
-Severo, otra ginebra.

Boyarín, acrílico sobre madera

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unicornio azul, acrilico sobre cartón entelado

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martes, 28 de septiembre de 2010

lunes, 27 de septiembre de 2010

BUENAS NOTICIAS

El sábado 25 de septiembre, en el Club Náutico San Isidro, como consecuencia de haber presentado tres cuentos en el Concurso Nuestros Socios Escriben XXI, fui galardonado con el Primer Premio por mi trabajo titulado “Pasaporte”.

En la misma ceremonia, que coincidió con la celebración del 100° aniversario de esta prestigiosa institución, me fue otorgado el Primer Premio en la categoría Dibujo del Concurso Nuestros Socios Exponen XXVI, por mi obra Chamanik I, de la serie Chamanes.

Próximamente, el 22 de octubre, expondré en el Salón de Artes Plásticas del Club Náutico siete obras en grafito, muestra que he dado en llamar 7x7, ya que todos mis dibujos tienen títulos de siete letras.

Quería compartir estas noticias con mis seguidores, que los hay. Gracias.

lunes, 13 de septiembre de 2010

RENACIMIENTO

Bajo la piel de un almendro
Organizaban aquellas golfas sus aquelarres,
Y el rataplán de sus tambores
Me atormentaba.
Pero yo latía inmóvil,
E indecisa y porfiadamente
Me refugiaba en la quimera de los sueños.

Hasta que un día,
Como cadáveres hambrientos,
Emergieron desde las sombras los primeros versos.
Y en la arquidiócesis de la sangre
Olvidé para siempre mis tegumentos,
Me deshice de los pálidos disfraces
y volé hacia las estrellas . . .
Como un cometa en el viento.

domingo, 29 de agosto de 2010

BEATRIZ

Beatriz llegó con el otoño, perfumada de incienso y pino de Canadá. Cuando entró en mi cuarto había poca luz, y se oía al viento desnudando plátanos. Junto a la ventana, se quedó mirando el parque con aire de añoranza, con su cuello largo y sus hombros redondeados, su cintura fina y sus caderas plenas. Tenía la espalda tersa, de color nogal.
En el viaje a casa pensé que Beatriz y yo nos conocíamos desde mucho antes, aunque recién nos encontráramos. Ahora estábamos juntos, y teníamos al arcoiris enlazándonos las manos.
Me acerqué a la ventana. Las nubes eran lilas y rosadas, y el cielo reflejaba los últimos destellos del sol que se ocultaba. La tomé en mis brazos y me habló en un susurro, con una voz dulce y llena de colores. Después cantamos canciones tristes y olvidadas. Ella lloró un poquito, tal vez por la penumbra de mi cuarto, o tal vez fue solamente de tanto bienestar. Cuando nos separamos se quedó en silencio. Me pareció que contaba las aspas del molino… quizás coleccionaba estrellas. Yo siempre la imagino así: mirando el cielo.
A veces, cuando estoy lejos de ella, me pregunto si estará bien llamarle Beatriz a una guitarra.

jueves, 22 de julio de 2010

tiptoes

dibujo con lápices de colores, digitalizado.
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MI SANGRE

Mi sangre impoluta recircula
por el intrincado laberinto de mis venas.
Como un bombardero en llamas
se abre paso, heráldica,
a través de mis arterias.
Vibrante sangre,
endemoniada y catártica,
ahora gira loca,
y baila un rocanrol frenético
en la cúspide de mi cráneo.

Mi sangre es ancestral, es cósmica,
es genéticamente inapelable.
Mi sangre es torrencial, multitudinaria y caótica.
Es vehículo de moléculas microscópicas,
de átomos y glóbulos
circunnavegantes,
y arrecia implacable
contra los cráteres de mi carne.

Es flamígera y purpúrea mi sangre.
Alquímica, tenaz, sulfúrica, insobornable.
Así es mi sangre.

***

viernes, 16 de julio de 2010

martes, 29 de junio de 2010

cuento carveriano

¿SOY SU MARIDO?

Ella me vigila. Me vigila día y noche. Dice que estoy gordo, que no hago ejercicio, que veo mucha tele. Y me esconde los cigarrillos y la botella de ginebra. Pero cuando se va al trabajo, a las cinco de la tarde, me desquito con los salamines que guardo en el altillo.
Ayer me hizo desvestir y subir a la balanza. Me miró desde abajo y noté la mueca en su boca: una mueca de asco. Ya no le gusto, mi cuerpo le desagrada. Pero soy su marido.
Hoy le saqué plata de la caja donde guarda las propinas. Para comprarme ese aparato que muestran en la tele, el abominaiser que me está matando. Cuando ella lo vio frunció la nariz. Cree que no va a servirme de nada. Después encontró la tajada de tocino que escondí en el fondo de la heladera y se la dio al gato.
Ahora trajo una amiga a casa. Entre las dos me miran mientras hago los ejercicios con el abominaiser. Cuchichean y se ríen. Pero no me importa lo que piense su amiga, me importa lo que piensa ella. Porque soy su marido, ¿o no? Quiero que me sienta deseable de nuevo. Su amiga se sienta en el sofá y me mira fijo. A veces creo que andan en algo raro, a veces se hacen cosquillas y las dos se ríen como chiquillas.
Ya bajé tres kilos. Me veo en el espejo y me parece que estoy mejor, será por el aparato o será por la falta de ginebra, pero me veo más atlético. Para esta noche preparé un espectáculo, una especie de baile. Preparé luces y música. Y cuando las dos estén en el sofá haciéndose cosquillas, ni se imaginan lo que les voy a mostrar. Se les van a acabar las ganas de reírse, se les va a caer la baba, y entonces ella tendrá que despedir a su amiga, venir a la cama conmigo y decirme, como antes: ay papito. Porque, al final, soy su marido. ¿O no?

martes, 18 de mayo de 2010

domingo, 16 de mayo de 2010

miércoles, 12 de mayo de 2010

poema gula

Entre los pliegues de la piel de Olga
Encontré alimento para mi naufragio.
Y entre las piernas de Mariana
Navegué por los senderos de la muerte.
En las caderas tumultuosas de Raquel
Acaricié la rosa, la dalia, el clavel.
Y sobre la espalda lánguida de Ofelia
Avizoré los precipicios de la sangre.

Pero fue junto a la boca de Beatriz
Donde recuperé mis plátanos,
Extraviados antes de que el viento del pecado
Me arrojase a laberintos inquietantes.

Y ahora el deseo reverdece,
Aún no cesa de dinamitar las puertas
Para devolverme a túneles acuáticos
Y provocar con sus tentáculos
El hambre
La sed
El ansia.

domingo, 9 de mayo de 2010

domingo, 2 de mayo de 2010

jueves, 22 de abril de 2010

viernes, 16 de abril de 2010

viernes, 26 de marzo de 2010

musica

Lolly & Molly, blues.

Escrito por Carlos Boniver, producido por BCBrown. Carlos toca guitarra acustica.
Para escucharlo buscar en www.bcbrownmusic.com/carlos2.html
Molly es la border collie de Boniver y Lolly es la retriever de Brown.

jueves, 18 de marzo de 2010

miércoles, 17 de marzo de 2010

musical -grafito-.


cuento corto

CAZADOR


Hemingway decía que para iniciar un texto hay que encontrar una frase verdadera. Yo tengo que conseguir una frase verdadera, la necesito para empezar mi relato. Se me ocurre, por ejemplo: "a veces es el cazador el cazado". Y ahora tengo que buscar qué hay dentro de esa frase, abrirla, proyectarla, corporizarla, hasta me atrevería a decir, sentirle el olor. Porque comenzar con la descripción del pantano, el sonido de las ranas y la luz brumosa del amanecer sería demasiado clásico. Y yo quiero contar mi historia desde una perspectiva diferente... Pero no voy a apelar al recurso infantil de narrar desde la voz del pato, eso ya lo ensayé y el resultado fue un fiasco. Quiero descubrir una manera novedosa, moderna si se quiere, para que el cazador surja de entre la maleza con la escopeta bajo el brazo en actitud expectante mientras cientos de libélulas vuelan despreocupadamente sobre los nenúfares. Expectante y reconcentrada, sí, pero serena, pues allí está la cuestión, en su conducta: que no dispare ni una sola vez en vano. El cazador observará la superficie verde del pantano con el dedo alerta sobre el gatillo, la mirada fría y el corazón resuelto y anhelante. Pero no notará la figura agazapada detrás de su espalda. Y ahora pienso, ¿para qué describir el plumaje del pato? Prefiero que el lector lo imagine a su antojo, así como el merodeo del ave haciendo ondular el agua entre los juncos, y el repentino rayo de sol filtrándose entre las nubes. La espera tensa, casi religiosa, y el único estampido del proyectil que da en el blanco. Certero, letal. Definitivo.