LAS
AGUAS DEL GOLFO
Robustiano Guadalpín no oyó
las voces de advertencia del gendarme. Empujó con la rodilla el molinete de
acceso al andén y avanzó en silencio. Arrastraba a Titina, quien como una
trapecista en miniatura, colgaba de su brazo rezongando entre hipos y suspiros.
Los pasajeros de primera clase lo miraron con una mezcla de curiosidad y
desaprobación. Robustiano Guadalpín se acomodó como pudo en aquel compartimento
demasiado estrecho y, encogiendo el cuello para no chocar contra el portaequipajes
de acero, sentó a Titina junto a la ventanilla. Ella apenas tocaba el suelo con
sus pies de bailarina, mientras que él mantenía
las piernas abiertas para que cupieran entre los asientos. Con los
zapatos todavía latiendo –calzaba cincuenta y cuatro- sintió que le faltaba el
aire, o que el pecho iba a estallarle, como el Vesubio cuando hacía temblar el agua
del golfo en su Nápoles natal.
El guarda no se atrevió a
pedirles los boletos: la figura inabarcable y sombría de Robustiano Guadalpín
le provocaba miedo. Pero al ver a aquella chiquilina de ojos chispeantes como
estrellas, con el sombrerito de cartón abrazada a su mono de peluche, atinó a
esbozar una sonrisa tímida, entre piadosa y alentadora, espantado por el
contraste de esos dos personajes estrafalarios surgidos de vaya a saber qué remoto
rincón de Italia. Entrevió en la mirada de aquel hombre el acecho de una soledad
imperiosa, tal vez un dejo de culpa, o de arrepentimiento, y seguramente reconoció
en sus ojos el brillo inconfundible del que escapa, del fugitivo que no se
detiene ante nada hasta encontrar su destino.
Dos horas después arribaban
a Roma Termini, y como Robustiano Guadalpín no entraba en los buses ni cabía en
ningún taxi, decidieron caminar a través de la ciudad saboreando los perfumes
de las pizzerías, los cafés y los restoranes, que ofrecían spaghetti carbonara en sus mesas sobre la calle. Más tarde cruzaron
un puente y una muchedumbre entusiasta los fue empujando hacia el Vaticano.
Como un faro emergiendo
entre las nubes, así se sintió Robustiano Guadalpín en medio del maremágnum de
personas reunidas en aquella plaza rodeada de decenas de columnas coronadas de ángeles.
Formando un gigantesco abrazo, parecían contener a los fieles aquel primer domingo
de marzo. Desde muy abajo un seminarista de ojos claros le hizo una pregunta en
castellano, pero ni él ni Titina, sentada sobre su hombro como en la copa de un
árbol, oyeron nada. Así había sido siempre, lo trataban de sordo, o de bobo, pero
el problema era que allá arriba, en aquella cima solitaria, las voces no se
escuchaban, y Robustiano Guadalpín se había acostumbrado a transcurrir su vida en
silencio. También era frecuente que los demás se acobardaran ante su figura
descomunal, adoptando una actitud defensiva, defensiva e injustificada, porque
él era un gigante bueno, una persona noble, y ahora estaba en la plaza de San
Pedro esperando la bendición del Santo Padre, con Titina encaramada a su cuello
de magnolia, mientras la multitud expectante se movía a la altura de su barriga
como un hervidero de hormigas esperanzadas.
En medio del tumulto sonó
un disparo. Hubo un pequeño revuelo a pocos metros, y de pronto Robustiano
Guadalpín se vio rodeado de cuatro uniformados. Los carabineros tuvieron que
buscar refuerzos para retenerlo, pero cuando consiguieron tumbarlo, mientras los
perros le mostraban los dientes y tiraban de las correas enloqueciéndolo con
sus ladridos, la gente hizo un círculo a su alrededor, y algunos comenzaron a insultarlo,
intentaron patearle las piernas y la espalda, algunos hasta lo escupieron,
condenándolo anticipadamente por un delito que él desconocía. Pero otros le
arrojaron estampitas y caramelos, palitos de helado, como si se tratara de un
paquidermo recostado sobre la tierra polvorienta de un zoológico a la hora de
la siesta. Entonces vio cómo se llevaban a Titina, vio a la madre que la
recibía con los brazos abiertos y los ojos llenos de lágrimas, y vio cómo entraba
con ella en la parte de atrás de un Alfa Romeo azul y blanco, y oyó la sirena
intermitente que se alejaba en dirección al río Tevere por las calles atestadas
de monjas, motos y turistas. Entonces el sol se escondió tras la enorme cúpula,
la columnata se desdibujó bajo el cielo metálico, y el contacto de las piedras
del pavimento contra su cara se tornó frío y desolador.
Robustiano Guadalpín pinta
cielo rasos en el hospicio de Bologna donde está internado. No necesita
escalera, sólo un rodillo de lana, el tarro de pintura y un pincel mediano para
delinear los bordes. Las hermanitas lo tratan como a un chico grande, lo
consienten un poco aunque él permanezca mudo durante días y días en su altura
insondable. Le han fabricado una cama especial para su osamenta de gigante, una
ducha de tres metros y un mameluco holgado de franela gris. Siempre lo
mencionan en sus plegarias cuando cae la tarde. Pero Robustiano Guadalpín
piensa en Titina durante las noches, añora tomarla de la mano, cargarla sobre
sus hombros para ir a ver al Santo Padre, convidarle un helado de pistacho en
la gelatteria donde aquella vez se asomaron
a espiar los exhibidores de colores. O simplemente desea tenerla cerca para mirarla,
como miraba maravillado a la bailarina de tutú rosa que giraba frente al espejo
cuando él abría la cajita de música de su infancia, la que tocaba la canción
Torna a Sorrento mientras el Vesubio retumbaba haciendo encrespar las aguas del
Golfo de Nápoles.