domingo, 22 de enero de 2017

Alacrán marino y Locomotive Breath, grafito.



Cuento del libro Contraluz, 2000.



PUNTO MUERTO

Me sentí como el sentenciado a muerte en el cadalso. En este caso el verdugo tenía una cabeza como de león, casi blanca, toda metida dentro del motor. El mameluco azul manchado de grasa dejaba entrever una barriga voluminosa. Se incorporó, apoyó los dedos gruesos como chorizos sobre mi guardabarros y me miró.
-El disco-, dijo-. Hay que cambiarlo.
-Pero la otra vez … -balbucée.
-No da más, está clavado-, sentenció, implacable.
Bajé los ojos y pregunté:
-¿No habrá manera?
-Mirá –dijo, y juntó las manos como sosteniendo una pelota imaginaria-, el embrague es una cápsula así -hizo girar las manos- con resortes que con el tiempo y el agua se pegan contra las paredes, se clavan. A ver, si tengo uno por acá te muestro.
-Dejá, Leo, dejá -lo interrumpí-. Hace seis meses me hiciste el mismo diagnóstico.
-¿Y porqué no lo cambiamos?
-Yo qué sé –mentí-, seguí tirando, viste, me regulaste el pedal y aguantó.
-Ahora no hay tutía. En cualquier momento se corta el cable.
-¿No se podrá  engrasar?
-No, flaco. Hay que desarmar el tren delantero y correr el motor para poder laburar -dijo acariciándose la barba de tres días-. Encima tiene caja de quinta -agregó, y señaló una parte que para mí era igual a las demás.
-¿Y con un poco de grafito? -arriesgué.
-No hay remedio: esta vez no te salvás de cambiar los cojinetes y el disco -respondió en tono concluyente.
Se quedó en silencio, haciendo tamborilear los dedos sobre el guardabarros mientras miraba el motor con cara de circunstancia. En el fondo del taller empezaron a martillar. El perro de siempre se acostó en el aserrín que alguien había amontonado sobre una mancha de aceite. Era el momento de hacer la pregunta. Traté de que mi voz no delatara la ansiedad y arriesgué:
-¿Cuánto me va a costar?
Leo se cruzó de brazos, fijó los ojos enrojecidos en una roldana que colgaba del techo y arrancó con el discurso.
-Te pongo todo original. Wobron. Nada de recambios, como hacen otros. Te muestro las boletas. Un juego de cojinetes, una cremallera, el cable completo, el disco, la placa, un día entero de laburo. Si no precisás factura son trescientos cuarenta mangos.

Mientras manejaba en dirección a la Avenida Santa Fe traté de no cambiar las marchas. En la esquina de Fleming, por no frenar, casi me atropella un colectivo. Al llegar a  casa puse punto muerto sin apretar el pedal. Bajé, abrumado. Entré y me serví un fernet con hielo. Leo era de confianza, me aseguraba que iba a poner repuestos originales. Wobron, había dicho. Pensé en llamar a mi cuñado, el que colecciona autos. Pero desistí. Él es cirujano, me dije, gana mucha plata, su mecánico debe ser más caro.
Al día siguiente, antes de poner el auto en marcha, coloqué primera sin apretar el embrague. Puse el cebador al máximo, le dí a la llave de contacto y salí, a los corcovos. Así anduve hasta la primera bocacalle, donde apreté el pedal y pasé directamente a tercera. Traté de regular la velocidad para no parar en los semáforos. Aunque me vi obligado a esquivar una moto con una maniobra peligrosa, conseguí mantener la marcha sin tocar la palanca de cambios. En la Avenida puse cuarta sin apretar el pedal, hasta el túnel. Allí no tuve más remedio: frené y quedé en punto muerto. Cuando el semáforo dio luz verde arranqué en segunda, despacito. Sin cambiar de velocidad llegué hasta la oficina. Me insumió unos veinte minutos. Bastante mejor que lo que hubiera imaginado. Había usado el embrague solamente tres veces.
Durante el almuerzo le conté al Gordo sobre el presupuesto que me había pasado Leo. Con la boca llena y sin quitar la vista del suplemento deportivo de Clarín, me dijo: “mejor vendélo”, y tragó el resto de su cerveza.

Dos semanas me llevó acostumbrarme. Cada mañana, después de calentar bien el motor, salgo en segunda y me mantengo en esa marcha. Cuando veo que va a agarrarme un semáforo toco el freno y pongo punto muerto sin pisar el embrague. De vez en cuando me paso la luz roja. La cuarta no la uso más, de la quinta ni qué hablar. Marcha atrás es un suplicio: trato de estacionar en lugares cómodos para embocarlo de punta. Hay días en que para conseguirlo dejo el auto a seis o siete cuadras.
Hoy llegué al trabajo en noventa minutos. Todo en primera. Me levanté dos horas más temprano, calenté el motor y arranqué como siempre, a los corcovos. Vine por calles interiores, bien despacio. Sólo dos veces tuve que poner punto muerto. Conseguí un lugar casi en la puerta y, aunque hace frío, esta noche pienso dejarlo allí y volver a casa en colectivo, así mañana puedo dormir hasta más tarde. Y uno de estos días voy a verlo a Leo, me doy el gusto y le digo:

-Mirá , cabezota, lo bien que me las arreglo.

viernes, 13 de enero de 2017