domingo, 29 de agosto de 2010

BEATRIZ

Beatriz llegó con el otoño, perfumada de incienso y pino de Canadá. Cuando entró en mi cuarto había poca luz, y se oía al viento desnudando plátanos. Junto a la ventana, se quedó mirando el parque con aire de añoranza, con su cuello largo y sus hombros redondeados, su cintura fina y sus caderas plenas. Tenía la espalda tersa, de color nogal.
En el viaje a casa pensé que Beatriz y yo nos conocíamos desde mucho antes, aunque recién nos encontráramos. Ahora estábamos juntos, y teníamos al arcoiris enlazándonos las manos.
Me acerqué a la ventana. Las nubes eran lilas y rosadas, y el cielo reflejaba los últimos destellos del sol que se ocultaba. La tomé en mis brazos y me habló en un susurro, con una voz dulce y llena de colores. Después cantamos canciones tristes y olvidadas. Ella lloró un poquito, tal vez por la penumbra de mi cuarto, o tal vez fue solamente de tanto bienestar. Cuando nos separamos se quedó en silencio. Me pareció que contaba las aspas del molino… quizás coleccionaba estrellas. Yo siempre la imagino así: mirando el cielo.
A veces, cuando estoy lejos de ella, me pregunto si estará bien llamarle Beatriz a una guitarra.