sábado, 15 de octubre de 2016

CUENTO PRIMER PREMIO 2016

¿SE EQUIVOCÓ DIOS?

Como cada mañana, medio dormido todavía, puse dentífrico en la punta del cepillo y abrí la canilla. No me miré al espejo ni encendí la luz, para qué empezar mal, si ese hombre viejo no soy yo, lo tengo claro. Pero cuando inicié la archi repetida tarea del cepillado, oh sorpresa, no había nada que cepillar. ¡Mis dientes habían desaparecido!
Prendí la luz y las encías huérfanas confirmaron la mala noticia: mis dientes, los que forman parte de mí desde hace más de cuarenta años, se fueron de paseo.
¿Acaso no los traté bien? Es cierto que he comido muchos chocolates, caramelos y garrapiñadas, que alguna vez los usé para descorchar botellas de cerveza o, de tanto en tanto, para abrir esos sobres de plástico imposibles de abrir con los dedos pero… ¿abandonarme así de repente, sin preaviso?
Revisé las sábanas, la almohada, también debajo de la cama. Nada. “Me los he tragado durante el sueño” fue mi conclusión. ¿Y ahora? ¿Necesitaré dentadura postiza y el pegamento ése que anuncian por la tele? ¿Un vaso con agua en la mesita de luz?
¿Por qué tendremos tantos dientes? Siempre me lo pregunté. ¿No habría sido más práctico una sola pieza dental (una arriba y otra abajo, obvio), una sola pieza sin intersticios? Algo parecido al protector bucal que usan los boxeadores. Un hueso curvo y afilado que se auto regenere en caso de roturas, y que crezca indefinidamente para compensar el desgaste de los años. Dios se equivocó feo con el tema de los dientes. O será que la evolución desde el mono se enfocó en asuntos menos importantes, los pilosos por ejemplo, y nos dejó con dos hileras de dientes como a cualquier pescado.
La cuestión es que, por aquello de los misterios de la ciencia, mis dientes migraron al cerebro y se alojaron en los lóbulos frontales. Sí, aunque usted no lo crea, lo comprobaron médicos especialistas con una tomografía computada. Será por eso que a veces pierdo el equilibrio y escribo cosas raras. Pero como las golondrinas, pensé, algún día volverán.
Me dejé crecer un buen bigote, una especie de cortina tupida para ocultar la boca desdentada, y decidí esperar. Pasé un año y medio comiendo papillas, gelatinas y sopas hasta que dije basta: extraño demasiado el bife de chorizo y la pizza. Saqué un pasaje a la India y me fui, solo, convencido de que, con meditación, yoga y mantras, lograría recuperar la dentadura. Me alojé en un ashram cerca de Goa, y me hice discípulo de un gurú que hablaba portugués. Aprendí a tocar la cítara y, con ejercicios de visualización y relajación, logré dominar las necesidades terrenales. Largos días de ayuno templaron mi carácter, y por fin encontré mi yo profundo, lo que en occidente se llama el alma, y una noche de plenilunio, mientras hacía abluciones en las aguas del lago sagrado, me di cuenta de que ya no necesitaba más dientes ni orejas ni párpados ni cejas, sentí que había llegado a un estado de beatitud cercano al nirvana, y me sumergí en esas aguas benditas y me dejé llevar por la corriente hasta llegar al mar, al vasto océano, como en un viaje astral acuático, y allí me recibieron las ballenas azules, inmensos cetáceos sin dientes, mamíferos como yo, que se alimentan de plancton filtrando enormes cantidades de agua a través de sus barbas -bigotes en mi caso-, y se comunican con sonidos que son detectados a miles de kilómetros, como un canto, aunque ese canto nada tiene que ver con el canto de las sirenas que enloqueció a los marineros de Ulises, sino un canto a la vida, al amor y a la convivencia pacífica en el mundo submarino.
-Te fuiste al carajo- dice mi mujer después de leer el último párrafo.

-Al carajo no –respondo-, me fui a Wikipedia.

Ttrabajos del 2016, salvo el 1° que es de 2009